A Margarita se le
llamaba la “Mamá” de los chicos, y lo era de verdad. Madre del Oratorio y de
todos los chicos que buscaban en ella un suplemento de pan y afecto.
A un chiquillo que
ha venido a sentarse junto a ella en un taburete, y llora por las groserías que
le hacen los compañeros de trabajo, le da un racimo de uvas y añade la
sentencia: “En ningún pueblo se está tan mal como en este mundo”.
Cuando ha reñido a
un chico por utilizar un libro como balón para jugar, y lo ve mortificado,
murmura: “Después de la herida es necesario el aceite”. Y saca fuera del
bolsillo del mandil una manzana, ofreciéndosela.
A un chico que no
encuentra jamás un sacerdote de su gusto para confesarse, le dice el viejo
proverbio piamontés: “Na cativa lavandera treuva mai na bona pera”. “Una mala
lavandera no encuentra jamás una buena piedra para refregar”.
Un jovenzuelo, en
la cocina, intenta “soplarse” un trozo de queso para dar sabor a la merienda.
La madre está limpiando la verdura para la sopa, pero con el rabillo del ojo ha
visto todo, y dice severamente: “Muy bien, La conciencia es como las
cosquillas; hay quien las tiene y quien no las tiene”.
Un chico pasando un
momento difícil. Es agresivo e indisciplinado. Margarita lo llama a la cocina.
Allí, cuando no trabaja con los hornillos, remienda chaquetas, pantalones y
camisas. Lo hace sentar junto a ella y, sin levantar los ojos, murmura: “¿Y por
qué has cambiado tanto de como eras antes? ¿Por qué te has hecho malo? ¿Por qué
no rezas? Si Dios no te ayuda, ¿Qué bien podrás hacer? Tú, muerde esta manzana
y piensa sobre ello”
El día más difícil
para Margarita es el domingo, cuando llegan los oratorianos al prado, pues son
centenares de jóvenes con muchas ganas de jugar. “Margarita, como buena ama de
casa, había preparado al fondo del patio un huertecillo, que, cultivado y
sembrado con ahínco por ella, le suministraba ensalada, ajo, cebolla, guisantes,
habas, zanahorias, etc. Ahora bien, era un día de fiesta, y los chicos jugaron
a una batalla fingida… para defender el querido huertecillo, recomendó a los
vencedores que, llegados al cercado, se pararan. Dada la orden, se da comienzo
a la batalla”.
Pero los sonidos de
la trompeta, los aplausos de los espectadores y el ardor del combate hicieron
olvidar toda precaución. La batalla acabó justo en el huerto de la madre. “El
cercado fue volcado y arrancado; hay quien cae y quien se levanta; en pocos
instantes todo fue pisoteado y estropeado. El desastre fue completo y la madre
quedó desalentada.
Quizás fue aquella
noche cuando Margarita sintió de golpe el peso de sus 61 años. Como de
ordinario, se encontraba junto a Don Bosco, cosiendo chaquetas y pantalones
rasgados que los chicos le habían dejado al pie de la cama antes de acostarse. Debían
estar arreglados para el día siguiente (Pues no tenían otra cosa que ponerse).
De repente dejó la aguja junto a la lámpara de aceite.
-
Juan estoy cansada. Déjame volver a I Becchi. Los
chicos me tiran al suelo las mudas extendidas al sol y me pisotean el huerto.
Soy una pobre anciana y ya no puedo más.
Don Bosco miró el
rostro de su madre y sintió un nudo en la garganta. No logró decir ni una
palabra. Levantó sólo la mano indicando el crucifijo que colgaba de la pared. Y
la anciana madre entendió. “Todo lo que hagan a uno de estos pequeños a mi me
lo hacen”, había dicho el Señor.
Si
existe la santidad de los éxtasis y de las visiones, existe también la de las
cacerolas que limpiar y la de los
calcetines que remendar. Mamá Margarita fue una santa de estas.
Fuente: "Don Bosco: La historia de un cura"
No hay comentarios:
Publicar un comentario