Don Bosco conoce a los chicos que
en Turín luchan por vivir: Jóvenes albañiles, pequeños obreros y aprendices,
limpiachimeneas y chicos en busca de trabajo. No conoce todavía a aquellos que,
en esta lucha por la vida, han fracasado ya: Los chicos encarcelados.
En las colinas donde ha crecido, si
un chico robaba en una viña, lo gritaban o le daban tal vez un par de cocachos.
En la ciudad lo llevaban a la prisión, donde adultos y jóvenes estarán
mezclados hasta 1845.
Don Cafasso es uno de los capellanes
de las cárceles. Para que Don Bosco comprenda hasta el fondo la realidad de los
jóvenes, un día que va a las prisiones lo invita a acompañarlo.
Entran en las cárceles cercanas al
Senado. Don Bosco se conmueve al ver por los pasillos oscuros y los muros
húmedos, al aspecto triste y escuálido de los detenidos, amontonados en
barracones. Experimenta repugnancia y también la sensación de ahogarse. Hay un
gran número de “jovencitos de 12 a 18 años. Todos sanos, robustos, de
inteligencia despierta. Verlos allí inactivos, comidos por los insectos, faltos
de pan espiritual y material, fue algo que me hizo espantar”.
Vuelve otras veces con Don Caffaso
y también solo. Intenta hablar con ellos no sólo a través de la obligatoria
“escuela de catecismo” que era vigilada por la guardia, sino de tú a tú. Al
comienzo las reacciones son ásperas. Debe dejar a un lado los insultos. Pero
poco a poco algunos se muestra menos desconfiado y le habla de amigo a amigo.
Don Bosco va conociendo sus pobres
historias, su envilecimiento, la rabia que a veces los hace feroces. El
“delito” más común es el robo. Por hambre, por deseo de alguna cosa que va más
allá de su escaso sustento, y también porque pertenecen a “pandillas” manejadas
por adultos y jóvenes. Estos los envían a robar y después se apropian de lo
robado.
De aquellos barracones, a veces,
Don Bosco no sale “solo”. El barón Blanco de Barbania, que una tarde lo ha
invitado a cenar, le descubrió en la espalda un asqueroso piojo. Se separó de
él de repente diciendo: “¡Quiero darle de cenar a usted, Don Bosco, pero no a
otros!”
Pero desde que ha conocido aquella
situación, ni siquiera los piojos logran preocuparlo. Se hace amigo uno a uno
de aquellos chicos, y logra arrancarles una promesa: “Cuando salgan de aquí, me
vendrán a buscar a la Iglesia de San Francisco. Y yo los ayudaré a encontrar un
puesto de trabajo honesto. ¿Prometido?”
Había llegado a la conclusión de
que “muchos eran arrestados porque se encontraban abandonados a sí mismo”.
Pensaba: “Estos chicos deberían encontrar afuera un amigo que cuidara de ellos,
los asistiera, los instruyera y los llevara a la iglesia en los días de fiesta.
Entonces quizás no volverían a caer”.
Comunicó este pensamiento a Don
Cafasso, y pidió al Señor que le indicara cómo llevarlo a la práctica, “porque
sabía que sin su ayuda todo esfuerzo nuestro es vano”.
Fuente: Don Bosco: La Historia de un Cura